lunes, 10 de marzo de 2014

Más información, menos conocimiento Por Mario Vargas Llosa




Nicholas Carr estudió Literatura en la Universidad de Harvard, y todo indica que fue en su juventud un voraz lector de buenos libros. Luego, como le ocurrió a toda su generación, Internet, los prodigios de la gran revolución informática de nuestro tiempo, y no sólo dedicó buena parte de su vida a valerse de todos los servicios online y a navegar mañana y tarde por la Red, sino que, además, se hizo un profesional y un experto en las TIC sobre las que ha escrito extensamente.

Un buen día descubrió que había dejado de ser un buen lector. Su concentración se disipaba luego de una o dos páginas de un libro y, sobre todo, si aquello que leía era complejo y demandaba mucha atención y reflexión, surgía en su mente algo así como un recóndito rechazo a continuar con aquel empeño intelectual.                                                                                                                                             
Preocupado, tomó una decisión radical. A finales de 2007, él y su esposa abandonaron sus ultramodernas instalaciones de Boston y se fueron a vivir a una cabaña de las montañas de Colorado, donde no había telefonía móvil e Internet llegaba tarde y mal. Allí, a lo largo de dos años, escribió el polémico libro que lo ha hecho famoso, ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (Taurus, 2011). Lo acabo de leer, de un tirón, y he quedado fascinado, asustado y entristecido.

En su libro, Carr, reconoce la extraordinaria aportación que servicios como el de Google, Twitter o Facebook prestan a la información y a la comunicación, el tiempo que ahorran, los beneficios a las personas y a las empresas, a la investigación científica y al desarrollo económico de las naciones. 

Pero todo esto tiene un precio, significará una trasformación tan grande en nuestra vida cultural y en la manera de operar del cerebro humano como lo fue la invención de la imprenta, que generalizó la lectura de libros, hasta entonces confinada en una minoría insignificante de clérigos, intelectuales y aristócratas. 

Los defensores del software alegan que se trata de una herramienta y que está al servicio de quien la usa: ¿quién podría negar que es un avance casi milagroso que, ahora, haciendo un clic con el mouse, un internauta recabe una información que hace pocos años le exigía semanas o meses de consultas en bibliotecas?
Pero también hay pruebas concluyentes de que, cuando la memoria de una persona deja de ejercitarse porque cuenta con el archivo infinito que tiene la computadora, se entumece y debilita como los músculos que dejan de usarse. Internet pasa a ser una prolongación de nuestro propio cerebro, el que, también, se va adaptando poco a poco a ese nuevo sistema de informarse y de pensar, renunciando poco a poco a las funciones que este sistema hace por él y, a veces, mejor que él. 

La "inteligencia artificial" que está a nuestro servicio nos va volviendo, de a poco, dependientes, y por fin, sus esclavos. ¿Para qué mantener fresca y activa la memoria si toda ella está almacenada en "la mejor y más grande biblioteca del mundo"? ¿Y para qué aguzar la atención si pulsando las teclas adecuadas los recuerdos que necesito vienen a mí, resucitados por esas máquinas?
No es extraño, por eso, que algunos fanáticos de la Web, afirmen: "Sentarse y leer un libro de cabo a rabo no tiene sentido. No es un buen uso de mi tiempo, ya que puedo tener toda la información que quiera con mayor rapidez a través de la Web". Lo atroz de esta frase no es la afirmación final, sino que él crea que uno lee libros sólo para "informarse". 

Muchos alumnos no tienen la culpa de ser ahora incapaces de leer La Guerra y la paz o el Quijote. Acostumbrados a picotear información en sus computadoras, sin tener necesidad de hacer prolongados esfuerzos de concentración, han ido perdiendo el hábito y hasta la facultad de hacerlo, de modo que han quedado en cierta forma vacunados contra el tipo de atención, reflexión, paciencia y prolongado abandono a aquello que se lee, y que es la única manera de leer, gozando, la gran literatura. ¿Para qué tomarse el trabajo de leerlas si en Google puedo encontrar síntesis sencillas y claras de lo que escribieron en esos librotes que leían los lectores prehistóricos?

La revolución de la información está lejos de haber concluido. Por el contrario, en este dominio cada día surgen nuevas posibilidades, logros, y lo imposible retrocede velozmente. ¿Debemos alegrarnos? Si el género de cultura que está reemplazando a la antigua nos parece un progreso, sin duda sí.
Pero debemos inquietarnos si ese progreso significa aquello que un estudioso de los efectos de Internet en nuestro cerebro y en nuestras costumbres, Van Nimwegen, dedujo luego de uno de sus experimentos: confiar a los ordenadores la solución de todos los problemas cognitivos reduce "la capacidad de nuestros cerebros". En otras palabras: cuanto más inteligente sea nuestro ordenador, más tontos seremos. 

Tal vez haya exageraciones en el libro de Nicholas Carr, como ocurre siempre con los argumentos que defienden tesis controvertidas. Yo carezco de los conocimientos neurológicos y de informática para juzgar hasta qué punto son confiables las pruebas y experimentos científicos que describe en su libro. Pero éste me da la impresión de ser riguroso y sensato, un llamado de atención que, seguramente, no será escuchado. Lo que significa, si él tiene razón, es que la robotización de una humanidad organizada en función de la "inteligencia artificial" es imparable. 
A menos, claro, que un cataclismo nuclear, por obra de un accidente o una acción terrorista, nos regrese a las cavernas. Habría que empezar de nuevo y ver si esta segunda vez lo hacemos mejor.                                                                                                                                                  
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